Amar lo que uno hace
Aunque hace tiempo podría haberse jubilado, no lo ha hecho. “Muchos colegas me preguntan por qué no me he jubilado. Yo les digo que porque todavía me falta mucho por hacer. Y mientras la cabeza, las manos y las piernas me funcionen, seguiré disfrutando mi profesión y la geotecnia”.
Hortensia Elvira León Plata
“Soy una médica frustrada, porque hice mis exámenes para estudiar medicina en Bogotá, Colombia, y para no quedarme sin hacer nada en ese primer semestre de libertad educativa entré a la Escuela Colombiana de Ingeniería por recomendación de un amigo de la infancia” –nos cuenta Elvira León Plata.
Le gustó el ambiente de la escuela, que se había creado hacía apenas dos años, con grupos muy pequeños y un ambiente académico muy familiar.
Corrían los años setenta del siglo pasado; la participación de las mujeres en carreras de ingeniería era limitada. “Pero en el primer semestre de ingreso –relata Elvira– entramos 10 mujeres en un grupo de 100 alumnos. No éramos muchas, pero estábamos teniendo mayor participación en las carreras que antes eran exclusivas de los hombres”.
Según expresa, el comportamiento de los varones era respetuoso: “Nos cuidaban mucho. Como veían que las mujeres éramos más dedicadas y ordenadas, buscaban trabajar con nosotras en las tareas y los exámenes. Los maestros eran muy accesibles.
”Yo empecé a tomarle mucho cariño a la ingeniería ambiental, al igual que a mi maestro, puesto que lo admiraba mucho. Pero también me estaban gustando los suelos, y como mi tía vivía aquí en la Ciudad de México, y siempre ha sido un punto importante para el estudio de los suelos, me metí más a estudiar la parte de los suelos, aunque empecé a trabajar en otras áreas de la ingeniería antes de culminar la carrera, por aquello de que hay que practicar para saber qué hacer”.
Le pedimos que comparta algunos hechos que considere relevantes, anécdotas de la época de estudiante, y abunda: “Cuando estudiaba, yo me involucré en las relaciones públicas en mi escuela. Organizaba actividades, me gustaba muchísimo participar en las cuestiones tanto culturales como deportivas”. Era Elvira la encargada de distribuir el periódico, y su interés por las actividades sociales le permitió tener una relación fluida con estudiantes, profesores y trabajadores administrativos. “Y no solo en el ámbito de la escuela –puntualiza–, también en lo familiar”.
Su primer trabajo profesional fue en el departamento de vías terrestres de una empresa para colaborar en el diseño de carreteras. “Ahí empecé a aprender un poco más de lo que se necesitaba y vi que los suelos eran también muy importantes para las carreteras. Eso fue lo que empezó a ‘picarme’ para especializarme finalmente en geotecnia”.
Al terminar su carrera ingresó a otra empresa. “Me enviaron a un pueblito con una brigada topográfica a empezar a echar la línea de la carretera que pasaría por el pueblo. Lo más curioso es que el único hotel que tenía el pueblito era adonde llegaba el abogado que iba cada ocho días a resolver problemas; un médico especialista iba también cada semana a atender consultas y una maestra de inglés iba a dar clases”.
Todas las personalidades que acudían al pueblo a trabajar coincidían en ese hotelito. Este trabajo fue su primera experiencia de vivir sola. “Manejaba una pick up en carretera, me gustaba mucho el trabajo en campo; me sentía muy confiada porque era una época muy tranquila. No había proliferado el problema de narcotráfico, ni de guerrilla y paramilitarismo. Eso me ayudó a tener un carácter aventurero y de viajera que sigo manteniendo”.

Entonces surgió la idea de viajar a México. “Durante ese primer año de graduada y trabajando, le pedí a mi tía –que vivía aquí en México– que me averiguara en la UNAM las condiciones para hacer un posgrado; la otra op-ción era Inglaterra, pero no tenía a alguien allá, y el inglés no es mi fuerte”.
Llegó a México a presentar su examen de admisión y lo aprobó exitosamente. “Coincidí con un grupo multicultural: había chinos, dominicanos, otra colombiana, un peruano, un argentino”.
Sus primeros tiempos le bridaron experiencias gratas, relata: “Mi tía tenía muchas amistades, y todas se volcaron en atenciones conmigo, nos invitaban a comer, a cenar, a hacer vida nocturna. Conocí el tequila fuertemente, dejé el cigarrillo. El gusto por la comida ya lo traía, por los antecedentes de mi tía. México me encantó. Aprecié mucho que los hombres eran caballerosos. Nos abrían la puerta del auto, nos acercaban la silla, nos daban nuestro lugar en las entradas. Esa caballerosidad mexicana es de lo que más me gustó. El varón mexicano es muy atento con la mujer”.
Una de sus primeras experiencias importantes en lo académico fue tener a Eulalio Juárez Badillo como profesor. “Su libro lo leíamos en toda América Latina. Conocer a Juárez Badillo también fue enriquecedor, conocer a Alfonso Rico (él iba periódicamente, yo no tuve clases con él). Encontrar uno en las aulas o cruzarse en los pasillos a los líderes de la ingeniería de México, no solo ya en los libros… ese acercamiento fue muy interesante, porque a través de los semestres que siguieron, el grupo en el que yo estaba, esta comunidad académica, tuvimos un maestro que nos lideró en trabajos de investigación, el doctor Abraham Díaz R., y periódicamente hacíamos comidas en los laboratorios, en el jardín de la División de Posgrado, y se sumaban Juárez Badillo, Leonardo Zeevaert y Guillermo Springall.
”La convivencia no fue solo académica, sino que había un acercamiento de tipo personal donde se fomentaba muchísimo la camaradería; también los profesores invitaban a alumnos a sus casas a convivir, a eventos familiares. Fue una época muy enriquecedora desde el punto de vista humano y académico”, recuerda Elvira León Plata.
Obligado a pedirle algunas anécdotas sobre la convivencia con tales maestros, nos cuenta: “A mí me marcó muchísimo. Con el doctor Zeevaert aprendí los muestreos inalterados de las arcillas. Era un hombre muy cuidadoso, muy exigente en sus clases. Yo personalmente sentí que me estaba formando en mi carácter como ingeniera de suelos, porque debía ser una persona más estudiosa en mis cosas. Como profesor era muy exigente, muy gruñón. No le gustaba que la gente llegara tarde a su clase, o tener en clase a gente que no tuviera la preparación de ingeniería civil, como eran los geólogos o los agrónomos. Entonces él se enojaba mucho, y si estas personas persistían en sus clases, era mucho más exigente con ellos, hasta el punto en que muchos se retiraron, y otros tantos reprobaron la materia.

”En las comidas que organizábamos los conocí más de cerca. El doctor Juárez Badillo era un hombre muy culto, interesado también en la naturaleza y la filosofía, pero en las comidas era muy codo; dijo que nunca iba a pagar una comida, pero que él nos llevaría una botellita de mezcal tamaulipeco”.
Al respecto, cuenta Elvira algo en particular, no sin una sonrisa: “En una ocasión, cuando cortábamos la rosca de Reyes, lo pescamos cuando le salió el niño, y se lo dejó en la boca. Cuando recogimos los vasos de atole, en su vaso estaba el niño: no quería pagar los tamales. Le dijimos que tenía que ponerse guapo con la lana; levantaba las cejas, y tenía un tono de voz grave, particular. Yo le dije: ‘Acá está su vaso, doctor; ni modo que el de al lado le haya echado el niño’. Lo tuvo que aceptar”.
Como maestro, Juárez Badillo daba sus clases de forma muy coloquial, con adivinanzas, juegos de palabras, referencias filosóficas. Nuestro problema con él era que teníamos que aprendernos de memoria su teoría y todas las ecuaciones que veíamos en el curso. Era muy teórico. Y el día que presenté mi examen para titularme él me dijo que no acudiría porque no era un tema que le interesara, y que él me daba por aprobada”.
De Guillermo Springall en ese ámbito recuerda que “era un melómano de tiempo completo excelente maestro, muy práctico. Entre él y Abraham Díaz nos ponían a leer mucho y eso a uno lo ayudaba. Las lecturas eran muy buenas. Springall le daba importancia a la práctica: nos llevaba a ver proyectos con Jaime Martínez Mier, a ver las obras y los diseños que había hecho el ingeniero Springall, que además era un hombre muy simpático, extremadamente agradable para platicar de música, para comentar la vida, de su familia. Yo me llevaba muy bien con sus hijos –la mayoría ahora son arquitectos y trabajo con ellos en algunos proyectos.
”Guillermo Springall me invitó a trabajar cuando los sismos del 85; yo estaba haciendo mi tesis para recibirme. Me pidió ir a trabajar con él porque necesitaban manos y ojos para revisar edificios, y acepté su invitación. Pero como yo tenía una visa de estudiante, me dijo: ‘¿Qué hacemos?’ En esa época no me había casado aún con Fernando Vera, mexicano él, así que le dije a José Springall, hermano de Guillermo: ‘Oiga, ¿y si viene Fernando y él da los recibos de honorarios y cobra?’ ‘¡Bueno, está bien!’, respondieron; le decían a Fernando que él era aviador porque iba a la oficina solo a cobrar. ¡A mí me parecía tan gracioso!”
”Lo que más le agradezco a Guillermo Springall es que me haya llevado a trabajar con él, que me diera un lugar en su empresa y en su vida personal. Me llevaba muy bien con su familia, desde el punto de vista personal, y también con sus empleados. Yo disfruté mucho trabajar en su empresa”.
Después de culminar su maestría, Elvira León Plata se había propuesto regresar a Colombia. “Cuando empecé a trabajar con el ingeniero Springall me dije: pues me quedo en México. En el ínter, Salinas de Gortari asumió como presidente y se redujo la contratación de obra por parte del gobierno. Entonces, cuando terminé mi maestría, hice mi trabajo final y decidí regresar a Colombia.
”En Colombia conseguí trabajo, en una de las empresas de ingeniería más grandes del país; trabajé muy a gusto, estuve contenta porque estaba cerca de mi mamá, de mi hermana (la única que vive allá), y cuando se recrudeció el problema del narcotráfico ya salía muy poco a campo. Me casé en Colombia y regresamos a México.
”En la entonces Sociedad de Mecánica de Suelos pregunté por opciones de trabajo y me dijeron que en TGC necesitaban ingenieros especializados en geotecnia. Me entrevistó Carlos Gutiérrez, que era el gerente de Geotecnia. Él me contrató inmediatamente porque el perfil que buscaban eran maestros en ingeniería que hubieran tomado clase con Zeevaert”.
De eso hace 34 años y sigue Elvira trabajando en TGC. De los primeros años recuerda: “Me sentaron cerca del ingeniero Enrique Santoyo Villa. Yo le tenía mucho miedo porque tenía fama de ser muy exigente, muy duro. Yo lo veía seco, muy serio; no trabajaba directamente con él, y era muy poco lo que hablaba con él, trabajaba fundamentalmente con muestras de laboratorio. Si no está uno en campo, en el laboratorio no sabemos con qué muestras vamos a diseñar”.
Cuando nuestra interlocutora ingresó a TGC se estaba desarrollando la renivelación de la Catedral de la Ciudad de México. Le pidieron que fuera a revisar las estaciones piezométricas que se habían instalado. “Empecé a estudiar la historia, qué se iba a hacer, cómo se iba a renivelar. Colaboré con el ingeniero Santoyo en toda la instrumentación que existía en la Catedral: aprendí mucho con él.
”Seguía siendo un hombre muy exigente. En mi opinión, cuando sus hijos se casaron y él se volvió abuelo, su trato se volvió muy afable, y era de contar unos chistes y anécdotas buenísimos. Luego se burlaba de uno por cualquier tontería. Con mi hijo era muy cariñoso; mi hijo lo saludaba con un ‘Hola, Santoyo’, y platicaban. Se volvió ‘corazón de pollo’ cuando fue abuelo. Venían sus nietos a visitarlo y yo veía que había cambiado”.
Le preguntamos por su participación en el ámbito académico. “En el año 1991 me invitó quien era director de la Escuela de Ingeniería de la Universidad La Salle, por sugerencia de mi esposo, quien es maestro ahí. Necesitaban un maestro de Mecánica de Suelos y me llamaron. Estuve dando clases un semestre. Al semestre siguiente me embaracé, pero se quedaron sin jefe de la carrera de Ingeniería Civil y me dieron el cargo hasta que en agosto tuve que retirarme porque por cuestión del embarazo ya no iba a poder seguir trabajando”.
Se fue Elvira a Colombia a tener a su hijo, porque tenía allá un seguro de gastos médicos muy bueno, y luego regresó a México. Tiempo después, en 2010, la convocaron para dar la clase de Cimentaciones, y aceptó darla a estudiantes del octavo semestre.
“Sigo dando esa materia, y me gusta que sea una clase lo más práctica posible porque los problemas que resolvemos son proyectos reales, sean edificios o excavaciones; llevo a los alumnos a que las vean, les cuento las anécdotas, la experiencia que hemos tenido en edificios con los clientes, con los arquitectos, con los estructuristas y con los constructores”.
Ha participado en la edición de libros. “El libro negro que hicimos con el ingeniero Santoyo, Federico Mooser y Efraín Ovando fue una gran satisfacción personal para mí, un trabajo de largo aliento”, nos dice.
“Llevábamos muchos años escribiendo capítulos y corrigiéndolos. Luego, el libro Ingeniería de cimentaciones profundas de la Sociedad Mexicana de Ingeniería Geotécnica; el ingeniero Santoyo había empezado a escribir el capítulo de exploración; lo retomó José Segovia para terminarlo, ambos fallecieron así que Walter Paniagua me pidió concluirlo”.
También ha escrito algunos artículos sobre mecánica de suelos y participó en algunos de los libros generados por TGC. “El ingeniero Santoyo –comenta Elvira León Plata– nos instaba a escribir sobre esos temas. He participado como conferencista en varios eventos sobre excavaciones, sobre cimentaciones profundas, entre otros temas, y he sido panelista en mesas con el tema de la mujer en la ingeniería”.

Consultada respecto a cuáles han sido las obras en lo que respecta a la geotecnia que más le han dejado como experiencia profesional, nos contesta sin dudar: “La renivelación de la Catedral de la Ciudad de México, porque me ofreció un cúmulo de conocimiento histórico, arquitectónico, arqueológico… creo que el haber estado bajo la Catedral, en sus criptas, a todos quienes participamos ahí nos ha dejado algo importante, aunque mi participación fue pequeña, comparada con la de otros destacados ingenieros bajo la dirección de Santoyo y Tamez”.
Aunque no en la misma medida, otros diseños que ha realizado le han dejado satisfacción, como la segunda Torre Arcos II y los edificios bajos, junto al arquitecto Teodoro González de León. “Disfruté mucho trabajar con él y con Francisco Serrano, otro gran amigo, un arquitecto con quien trabajo muy a gusto. También participé en muchos edificios en Santa Fe, en el Centro Comercial. Fue mucho aprendizaje, porque hay ahí rellenos de minas. Muy enriquecedor en geología trabajar con Federico Mooser”.
El trabajo en la Torre KOI, en Monterrey, fue para nuestra interlocutora otro trabajo de mucha satisfacción. Junto a Roberto Stark diseñó la cimentación del que en su momento fue el edificio más alto, “una cimentación especial para una gran torre. He diseñado muchos edificios en Monterrey, y eso ha sido muy enriquecedor profesionalmente”.
De cualquiera de esas obras que me acaba de mencionar le pedimos destacar alguna en particular: “La torre Punto Chapultepec, porque en ese momento fue el primer edificio en México que llegaba a 40 metros de excavación. Ahora ya hay otros, incluso se ha llegado a 50 metros. Con la tecnología aplicada en México no se nos movió el talud y aprendimos mucho. El que la obra haya ganado tantos premios indica su calidad, y que el diseño geotécnico haya sido calificado como uno de los cinco mejores del mundo en ese momento me deja un buen sabor de boca”.
Consultada sobre alguna idea para transmitirles a los jóvenes ingenieros civiles, Elvira León Plata dice: “A ellos y a todos los profesionales, a cada persona, amar lo que uno hace. No es solo por dinero. Qué mayor satisfacción que ver un proyecto hecho realidad. Hay que amar lo que hacemos”.
Aunque hace tiempo habría podido jubilarse, no lo ha hecho. “Muchos colegas me preguntan por qué no me he jubilado. Yo les digo que porque todavía me falta mucho por hacer. Y mientras la cabeza, las manos y las piernas me funcionen, seguiré disfrutando mi profesión y la geotecnia
Entrevista de Daniel N. Moser